¿De cuál fútbol hablamos, del que vemos o del que imaginamos? Alrededor de este juego hemos ido construyendo casas con pilares de barro que vendemos como palacios de mármol. Este es un deporte que se juega únicamente de dos maneras: bien o mal. Los matices son los que le dan la riqueza, pero no debe olvidarse que no hay una única receta para acercarse al triunfo. Brasil es prueba de ello. Lejos han quedado aquellas versiones en las que el juego de centrocampistas era su señal identitaria de mayor prominencia. Tampoco hoy lo es el juego de sus laterales. El Brasil de Tite es un equipo cuya fuerza está en la voracidad colectiva para ir hacia el área rival, porque esas son las virtudes de sus futbolistas con los que cuenta. No puede seguir propagándose la idiotez de que el jogo bonito desapareció a causa de la influencia europea; basta con recordar el inconmensurable aporte de entrenadores húngaros a ese Brasil que tanto se admira para desterrar semejante idiotez. Somos seres permeables pero, al mismo tiempo, sujetos capacitados para tomar decisiones. Esa explosiva mezcla dificulta asignar porcentajes o distintos niveles a la pregunta de qué somos. Raphinha, Neymar, Vinicius, Richarlison o Casemiro juegan a lo que les nace y su entrenador, tras multitud de ensayos, se niega a que el recuerdo o las aspiraciones de quienes no jugamos, dicten los rasgos definitorios del equipo que hoy venció a Serbia. No se puede ser otra cosa distinta a lo que somos, aunque hayan ocasiones en que nos sintamos a gusto detrás de algún disfraz.
Muchos recordarán la interpretación de Al Pacino en el film “Any Given Sunday”, de Oliver Stone. Su discurso en el rol del entrenador Tony D’Amato es una oda a la complejidad de la vida: “A medida que vas envejeciendo, te van quitando cosas. Quiero decir que eso es parte de la vida. Pero solo aprendes eso cuando empiezas a perder cosas. Descubres que la vida es este juego de pulgadas. Así es el fútbol. Porque, ya sea en el juego, en la vida o en el fútbol, el margen de error es muy pequeño; quiero decir, medio paso demasiado tarde o demasiado temprano, y no lo logras. Medio segundo demasiado lento, demasiado rápido, no lo logras.” La vida ofrece pocas certezas y esa exposición de Pacino se presenta como una de ellas. ¿Alguna vez hemos reflexionado sobre la eficacia? A pocos minutos del final, Federico Valverde envió un precioso disparo que se estrelló en el ángulo superior de la portería defendida por los surcoreanos. Visto fríamente podría decirse que fue una obra de arte, aunque no haya terminado en el gol del triunfo que tanto buscaron los uruguayos. ¿Cuánto de la belleza y la sabiduría de este juego nos estamos perdiendo por la ansiedad con la que vivimos cada partido? No deseo comparar al fútbol con otras actividades, pero no deja de sorprenderme cuánto necesitamos los hinchas, espectadores y observadores de un resultado para modificar nuestro estado anímico. Hay algo en como vivimos y nos hacen vivir, desde hace mucho tiempo, que no nos permite encontrar satisfacción en las más extraordinarias manifestaciones humanas.
Nuestra historia ha sido relatada por medio de un sinfín de géneros, aunque ninguno como la tragedia. Hay en ella una cualidad que nos atrae, aun cuando estemos conscientes de estar observando una desdicha. Puede que esto tenga como raíz principal la reducción de las distancias entre los ídolos y nosotros, los sujetos comunes. Ver a los semidioses caer hace que la masa los vea como uno más de la manada; no son seres superiores sino seres sujetos a las mismas desdichas. Se celebra la decadencia porque, cuando las lucen se apagan, nos es más sencillo aspirar a la mediocridad que soñar con la grandeza. Así nos igualamos y nuestras carencias dejan de ser tan especiales. No encuentro otra razón para el disfrute que se siente y celebra ante el ocaso de los tótems. El público quiere sangre y para saciar su apetito hará cualquier cosa. ¿Qué dice de nosotros esa aberrante satisfacción ante la derrota del ídolo? Nada de lo que vivimos en este mal llamado mundo moderno es producto de la casualidad: en el fondo, nos detestamos tanto que nuestro confort ya no depende de nosotros mismos sino de la desgracia del que odiamos. Que luego no se entienden los naufragios elegidos, las ausencias sostenidas o los silencios sin pausa.
“Todo ideal es una fe en la posibilidad misma de la perfección.” José Ingenieros